La libertad del Diablo

México, 2017, 74 min.

No importa de cuántas referencias a la cultura de la “narcoviolencia” (en realidad un fenómeno que va mucho más allá del tráfico de drogas) estemos rodeados en el cine, la televisión y los medios digitales que hiperdifunden la información. La “guerra contra el narcotráfico”, como se ha le ha llamado –torpemente y con inexactitud– al vigente episodio de desintegración del Estado Nación Mexicano por vía de la violencia, goza, en lo general, de una opacidad apabullante.

En este territorio minado de ambivalencias, donde de Acapulco a Ciudad Juárez y de Sinaloa a Veracruz no se sabe a ciencia cierta quién es quién y de qué lado está, el periodismo de investigación ha llegado más lejos que cualquier aproximación cinematográfica. Basta con leer los trabajos de Diego Enrique Osorno sobre los Zetas, o de Anabel Hernández sobre la desaparición de los estudiantes de Ayotzinapa para darse cuenta de que sí, todo está jodido, y que lo que desde el oficialismo se pinta como un asunto colosal de drogas en modo “policías y ladrones” se parece más al derrumbe del estado neoliberal en México.

Con un pequeño puñado de libros en su haber, Osorno se ha convertido en una de las voces refrescantes del periodismo mexicano reciente, y sus crónicas sobre el narcotráfico, publicadas en medios alternativos como Vice o Gatopardo y también en libros propios como La guerra de los Zetas (2012), dotan de alguna fisonomía a un escenario desolador que de otra manera podría aparecer ante nuestros ojos como una oleada de crimen inconexo y sin control, capos mitificados por el culto popular y traiciones auspiciadas por el gobierno. Es Osorno, precisamente, quien junto al que con certeza es el documentalista más consolidado del cine mexicano, Everardo González, le ha dado vida a la película más lograda sobre el tema hasta el momento, La libertad del Diablo.

En La libertad del Diablo todos los testimonios tienen lugar en lo que parecen habitaciones comunes, difuminadas en el segundo plano. La cámara de la cinefotógrafa María Secco, centrada sobre el rostro de una chica, una mujer madura o un joven, sentados y cubiertos por una máscara que simula un tono genérico de piel morena, los ojos brillantes y fijos sobre el foco del objetivo, las palabras lentas, a veces entrecortadas por silencios que se vuelven infinitos en medio de la tensión que desprende un relato terrible, casi inimaginable. Esos testimonios provienen por igual de víctimas que de victimarios: la mujer que ha perdido a dos de sus hijos y describe lo que sintió el día que le entregaron los cuerpos; el sicario que en la toma siguiente narra la sensación de matar a toda una familia inocente por órdenes de los superiores del cártel. Ella podría ser la madre del él, pero no lo es, ni siquiera se conocen y probablemente los separen miles de kilómetros de distancia; en la mirada de ambos, sin embargo, ha quedado plasmado el mismo vacío sereno.

Como en otras películas que también se sumergen en el dolor inenarrable de la pérdida y la violencia extrema de esta guerra –y pienso aquí en la introspección del excelente ensayo cinematográfico que Tatiana Huezo construyó en Tempestad (2016)– el filme de Everardo recurre como contrapunto a la imagen de una naturaleza suspendida en la belleza desoladora (un bosque de niebla, un auto incendiado en el centro de un campo oscurecido), pero a diferencia de la mayoría de los documentales que exploran la cuestión, los personajes aparecen aislados de cualquier contexto geográfico reconocible; sin nombre y sin identidad, se transforman en un solo cuerpo anónimo tras máscaras idénticas.

Fragmentos de un texto de Gustavo E. Ramírez

Icónica (revistaiconica.com)

Ciudad de México, 7 de abril de 2017

 

A partir del 16 de marzo

D y G: Everardo González.  F en C: María Secco. M: Quincas Moreira. E: Paloma López Carrillo. CP: Animal de Luz Films, Artegios, Bross al Cuadrado. Prod: Roberto Garza, Inna Payán. Dist: Artegios.

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