Diario de viaje

RELATO DE UN CORAZÓN QUE DECIDIÓ EMPRENDER EL VUELO

Hace algunos meses decidí que era justo y necesario un viaje. La razón: superar la ruptura con mi ex y darme un autoregalo con motivo de mi reciente cumpleaños. Así que me puse a buscar vuelos nacionales e internacionales. Nada se concretaba. Para no seguirle haciendo al güey, me pregunté: ¿a dónde se te antoja ir? La respuesta inmediata fue: algún lugar que me permita conocer y al mismo tiempo disfrutar. Elegí la playa. Después del tipo de destino, me cuestioné cuál sería el mejor lugar. Vino a mi cabeza un par de opciones: Los Cabos… Bacalar…. (momento de dubitación) y recordé que muchos amigos me habían hablado de su experiencia en Zipolite y Mazunte. Sin dudarlo más, busqué vuelos y encontré una verdadera ganga en aquella aerolínea que se dice “de bajo costo”.

Listo. Tenía ya mi vuelo redondo en nada más y nada menos que $1,700. Todo comenzaba súper bien. En seguida, me di a la tarea de buscar opciones para hospedarme. Ya saben: bueno, bonito y barato. Hallé un par y elegí las que tenían mejor descripción, valoración y fotos atractivas.

El tiempo pasó y finalmente el día llegó. Mi fecha de partida: 29 de septiembre / 7:35 am. Aunque por “tráfico aéreo”, terminamos saliendo casi una hora después de lo estipulado. El caso es que después de casi 50 minutos de vuelo, aterricé en Huatulco. La aventura empezaba.

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Siguiendo las recomendaciones que me habían dado, salí del aeropuerto hacía la carretera para tomar un camión que me llevara directamente a Zipolite. Los minutos corrían y ningún camión pasaba. El calor era abrasador. Comencé a desesperarme. En eso, pregunté a una señora que estaba cerca de mí si pasaba algún camión que me llevara a mi primer destino. Me contestó que sí, pero que tardaban mucho. La desesperación se acrecentaba. Inmediatamente, recordé que dentro de los tips que me habían proporcionado algunos amigos, era tomar una camioneta a Pochutla. Así lo hice. Por sólo 25 pesos, una camioneta tipo Van me dejó en una intersección de rutas carreteras. “Aquí se tiene que bajar”, escuché después de aproximadamente unos 45 minutos.

El chofer de la Van me recomendó tomar un taxi colectivo que fuera hacia Zipolite. Le agradecí y comencé a caminar. De pronto, una voz detrás de mí exclamó: “¿quiere taxi joven?… ¿a dónde va? Giré para responder: “Zipolite”. A esto me replicó: “yo lo llevo por 25 pesos”. Accedí. Era un Tsuru bastante viejo y destartalado, pero aceleraba cual rugido de toro. Pasábamos una curva; tomábamos otra. Yo iba agarrado hasta con las uñas. No sé si tenía más miedo por el auto (que sentía que se iba a desarmar en el camino) o por la alta velocidad a la que íbamos.

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Antes de llegar, el taxista me dio un par de recomendaciones para comer y pasarla bien. Yo apuntaba en mi celular con lujo de detalle. Finalmente, estábamos ya en el destino indicado. Para llegar a mi hotel, tuve que subir un camino irregular de tierra, piedras; flanqueado por una vasta cantidad de árboles y plantas. Al principio, me pareció interminable y extenuante, pero con el paso de los días, el cuerpo se acostumbró a subir la empinada pendiente. Después de mil jadeos, encontré Villa Escondida. Era una casa muy grande, situada en lo alto de la montaña. Pensé que había sido una mala decisión elegir ese sitio para hospedarme, pero en cuanto toqué una pequeña campana y me abrió la puerta una señora de aspecto bastante amable, quedé maravillado. Más aún, cuando me entregaron mi habitación.

Era un espacio totalmente construido con madera, con acabados rústicos y bien detallados. Al centro, había una cama king size con una enorme mosquitero que la cubría. Un armario, una mesa, un ventilador (viejo pero efectivo) y el baño (en dos niveles) terminaban de completar esta utopía. Ya instalado, decidí ir a deambular por la playa.

Mi primer visita fue a la Playa del Amor. Una pendiente más me esperaba. Esta vez más angosta, empinada y muy difícil de transitar. A tropiezos y enormes esfuerzos, logré bajar a este pequeño pedazo de playa. Como era temporada baja, no había gente. Una que otra sorteaba las olas del mar. Decidí disfrutar de la vista y de un par de cervezas por un buen tiempo. Posteriormente, partí para recorrer una parte de la playa de Zipolite y un lugarcito con un look muy hippie me llamó la atención: hamacas, sillas y un sillón muy cómodo hicieron que me quedara un buen rato. Ahí platiqué con el dueño, un argentino de unos 50 y tantos años. Su piel dorada y el color castaño deslavado de su cabello mostraban visiblemente los estragos del sol, la arena y el mar. Mientras conversábamos, tomamos un par de cervezas y me invitó de su cigarro de marihuana. Nos quedamos contemplando el horizonte.

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Pasaron las horas y el hambre comenzó. En ese momento recordé una de las recomendaciones del taxista: Sal y Pimienta, un restaurante a las orillas de la playa donde venden comida rica y con precios accesibles. Pedí una hamburguesa de pescado y un agua de pepino con limón. Poco a poco me perdía entre las redes de un manjar.

Después de esto, decidí ir a mi hotel a descansar un poco y prepararme para visitar otra de las recomendaciones proporcionadas por el taxista: el famosísimo Bang Bang. A las 11 de la noche emprendí la huída hacia este lugar; un peculiar bar instalado también a la orilla de la playa. Un grupo de mesas, una barra rectangular y una mesa de ping pong hacen de éste el espacio perfecto para disfrutar las fiestas más legendarias. Ahí se reúnen todos los viajeros y locales a disfrutar de una buena dosis de música y tragos. El ambiente que se vive aquí es indescriptible. Pareciera como si una gran camaradería se expandiera por doquier.

Sin darme cuenta, dieron las 3 am. Era tiempo de ir a dormir.

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Al día siguiente, seguí la instrucción imperativa de un amigo de ir a la playa del hotel El Alquimista. Así que tomé mis cosas y me fui directamente. En cuanto llegué me instalé en uno de sus cómodos camastros y pedí un mojito… otro… otro más…hasta que los influjos etílicos se apoderaron de mí. Horas después solicité la carta de alimentos y ordené una pizza de salmón. La experiencia sensorial provocada por cada rebanada fue indescriptible.

Cayó la noche y regresé a mi hotel. El cansancio no me dejó seguir más; mi cama y yo nos fundimos en uno mismo.

Eran 11 de la mañana y el viaje debía continuar. El próximo destino: Mazunte.

Alisté mi mochila, salí a la carretera y tomé un taxi. Sólo necesité 20 minutos para estar en un nuevo paraíso. El hotel donde me quedé era una casa, esta vez humilde, pero confortable. La estancia ahí fue buena, pero no se comparaba con Villa Escondida. Y a decir verdad, me dejó un poco de mal sabor de boca porque en los días que estuve ahí nunca asearon el lugar, ni cambiaron la ropa de cama o suministraron nuevas toallas. No obstante, entendí la necesidad de los encargados del lugar y lo tomé de la mejor forma.

En cuanto llegué, dejé mis cosas y me lancé a la playa. Primero visité Playa el Rinconcito, que era la zona donde estaba hospedado. Me abalancé unos cuantos minutos al mar, disfrutando del sol y la tranquilidad del lugar. Mientras nadaba, miré al rededor y descubrí que la playa continuaba. Seguí caminando, atravesé una ladera de piedras y metros más adelante se hallaba la playa de Mazunte. A diferencia de Rinconcito, esta playa cuenta con múltiples palapas y negocios ubicados a la orilla del mar para aquellos que buscan un rico platillo o una bebida refrescante. Elegí la zona con camastros más coloridos y ahí me quedé a comer/beber por unas horas.

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Casi era hora del atardecer y al regresar a mi hotel, la dueña me recomendó ir a Punta Cometa para disfrutar la puesta de sol. Inmediatamente, salí al encuentro de dicho lugar. Para llegar, tuve que escalar un largo y complicado camino; lleno de tierra, piedras y mucha vegetación. La travesía bien valió la pena, pues kilómetros más adelante me encontré con una de las maravillas más espectaculares que he presenciado. Permanecí algunas horas contemplando la inolvidable vista, hasta el anochecer.

Día 2 en Mazunte: ahora tocaba ir a visitar la playa de San Agustinillo. Acceder a este punto me tomó varios kilometros por la avenida principal. Una vez en alcanzado el punto de encuentro, todo fue brisa, tranquilidad y un oleaje genial. De hecho, desde mi experiencia, este es el mejor sitio para disfrutar el mar, pues la intensidad de las olas es casi nula; factor que te permite pasar horas y horas nadando cual tritón.

Para rematar el día, hice caso a la recomendación que me hizo (mi ahora amiga) Cyn, que junto con Checo (también ya amigo) esperaban en una esquina de la avenida principal que recorre Mazunte: “Amigo, te esperamos en Punta Sur. Tenemos happy hour de 4 a 5 pm y la mejor vista. Estamos en Playa Mermejita”. Las palabras fueron tan mágicas y llenas de buena vibra que me arrastraron allá. Anclar en este lugar fue una larga, pero sensacional peregrinación. Primero, tuve recorrer de vuelta los kilómetros que había avanzado para ir a San Agustinillo. Luego entonces, debí subir por una parte de Mazunte, adentrarme en un camino de arena, cercado por una gran extensión de árboles. Debo aceptar que fue cansado, y más con tantos días de haber estado caminando y caminando; sin embargo, el esfuerzo valió la pena absolutamente.

En cuanto crucé el umbral del sendero: ¡caput! Quedé deslumbrado por completo. La sinergia era perfecta: playa solitaria, mar abierto y un clima, caluroso, pero acogedor. Mi vista buscaba imperiosamente el lugar que resonaba en mi cabeza: Punta Sur… Punta Sur… Punta Sur…

Giré hacia la izquierda y, a lo lejos, distinguí un letrero que apuntalaba el nombre del lugar con una tipografía súper padre. Recorrí el resto de la periferia con mis ojos llenos ya de bastante sudor y vi unas sillas de madera, mesas y unas tiendas de acampar muy peculiares. Ni tarde, ni perezoso, llevé mis pasos hasta este sitio.

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Aunque la arena me estaba carcomiendo los pies, conseguí abordar Punta Sur. Me asomé a la ventana de la cocina del lugar y un chico de cuerpo perfectamente tonificado y con tatuajes me dijo: ¿Qué te puedo ofrecer, amigo? ¡Uf!, yo casi me iba de espaldas. Parecía como si estuviera en el mismísimo paraíso. Pedí una cerveza y me fui a recostar a uno de las sillas con vista directa al mar.

Al poco tiempo llegó Cyn, se acercó para saludarme y me ofreció una de las mejores bebidas que probado: el mismísimo Felix. Una mezcla de gin, jengibre, miel, limón y agua quina. Era como si estuviera probando un elixir de los Dioses. Pasado el tiempo, comenzamos a platicar Cyn, Checo y yo sobre nosotros, y a conocernos un poco más. Las rondas de Felix seguían y seguían. El atardecer poco a poco empezaba a apoderarse del día. Platicamos de todo, filosofamos y pasé junto con ellos uno de los días más fenomenales que no había vivido en mucho tiempo. Vimos la puesta de sol, tomamos fotos y en cuanto anocheció. Cyn preparó una deliciosa pasta con camarones al vino blanco y terminamos el día cenando este exquisito manjar. Me despedí de ellos, prometiendo volver muy pronto para vivir una vez más esta experiencia inolvidable. Me dirigí a mi hotel y caí rendido en los brazos de Morfeo.

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Había llegado ya el último día de mi viaje. Tenia que cerrar con broche de oro, así que decidí regresar a Zipolite para disfrutar al máximo lo que me quedaba de tiempo. Como me había gustado mucho Villa Escondida, regresé a pedir una habitación para sólo pasar la noche. Me recibieron súper bien y les dio gusto volverme a ver. Una vez instalado, salí disparado a la playa. Primero fui un rato a Playa del Amor y después me dirigí a la playa del Hotel Alquimista. Parecía como si ya conociera como la palma de mi mano todo Zipolite. Andaba de aquí para allá, sin ningún problema y con una condición casi irreconocible. Ese día, las horas se pasaron muy rápido y cuando menos me di cuenta, ya había anochecido. Regresé a mi hotel para descansar un poco y alistarme: mi plan era ir a despedirme como se debe, viviendo una fiesta más en el Bang Bang.

En cuanto llegué, vi que tenía un vecino que se estaba quedando a lado. Casi muero del infarto, pues se trataba de un alemán que parecía modelo de Calvin Klein. Nos saludamos, comenzamos a platicar y terminamos tomándonos unas chelas, mezcal y fumando un poco de esa cosa verde que parece orégano 😛 Ya entrada la noche, me despedí y me fui directamente al Bang Bang. La fiesta esta vez estuvo como nunca: había mucha gente, todos bailaban, platicaban y me encontré a unos cuates australianos que conocí los primeros días que estuve en Zipolite. Fue una velada magnífica. Me divertí bastante. Las horas siguieron corriendo y era tiempo de partir a mi hotel. Mientras caminaba, no paraba de agradecer a la vida, al destino y al supremo por esta extraordinaria experiencia que me permitió conocer más de mí mismo, vivir una gran aventura y dejar atrás todo lo que ya no me servía para reconstruirme y evolucionar.

Si es que llegaron hasta aquí, quiero agradecerles, queridos lectores por tomarse el tiempo de leer lo que este mortal vivió al decidirse lanzarse a lo desconocido, con ganas de conocer un pedazo más del mundo. En verdad, los invito a que se atrevan a descubrir nuevos horizontes. El aprendizaje y crecimiento más fabuloso viene de un: “me voy”. Y si deciden hacerlo, los invito a conocer estos rincones de Oaxaca. Estoy más que seguro que se la pasarán estupendamente.

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