¿Hay un doctor por aquí?

O de los problemas de la salud pública

A nadie le gusta enfermarse, pero hay ocasiones en las que hacerlo constituye un verdadero fastidio. La mayoría de las veces basta con una píldora e irse a trabajar; pero en otras ocasiones, se convierte en un periplo digno de Ulises. Y para muestra, una anécdota:

 

Hace unos meses me acatarré un poco, así que hice lo que cualquier persona con un empleo haría: me tomé una pastilla esperando que los síntomas pasaran y pospuse una visita a un médico decente. El problema fue que los síntomas se agravaron y se convirtieron en una fiebre que me impidió ir a trabajar. ¿Y qué hice? Lo que cualquier otro asalariado haría. A sabiendas de que acudir al sistema de salud nacional supone burocracia, hacinamiento y horas largas, fui con un médico de farmacia —¡No la de las botargas, no! El camino para tocar fondo es largo y amargo— quien me recetó antibióticos por 5 días. Una vez que terminé mi tratamiento me sentí mejor, pero… ¡Ay!, ¡cruel destino! Caí enfermo un par de días después. Así que fui de vuelta con mi médico de farmacia, que de nuevo me recetó antibióticos por otros 5 días.

A estas alturas, el lector habrá notado ya un patrón, pero falta lo peor:  tras dos semanas de sentirme mal —con la garganta que se sentía como papel de lija—, decidí ir con un médico decente. Fui a un pequeño y afamado hospital particular en mi colonia donde, después de navegar su burocracia, resultó que el médico general no había ido ese día. Volví a intentar con otro médico particular que tampoco estaba disponible. Así que la desesperación me hizo tocar fondo: volví a ir con un médico de farmacia —Ahora sí de las botargas bigotonas— quien, viendo mi estado febril, tuvo a bien recetarme 5 inyecciones de antibióticos. No sólo pagué por ellos, sino por cada jeringa y por cada inyección. Y ¡Ay! ¡todo fue en vano! Pues me sentía igual, sino es que peor…

¿Qué hice entonces?  Lo que otrora era la solución a estos problemas: decidí visitar al médico de cabecera, aquél que me vio nacer y que alivió los malestares de toda mi familia, y que, con toda justicia, cobra más caro que los médicos de farmacia. Este médico hizo lo que otros no: se tomó su tiempo en examinarme y en hacerme preguntas para formular un diagnóstico, y me comentó que, para empezar, cualquier tratamiento con antibióticos debe durar, mínimo de 7 a 10 días dependiendo de la gravedad del padecimiento.  Ahí caí en la cuenta de un par de cosas:

 

  1. Que existen altos estándares de calidad para los fármacos de patente
  2. Que esos estándares parecen ser no tan altos para los fármacos genéricos,
  3. Que, en mi experiencia, tales estándares parecen no aplicarse a los fármacos similares, y
  4. Que lo barato sale caro. Cerca de $2,000 con todos los médicos y medicamentos que pagué.

¿Debí ir al Seguro Social desde el principio? Asumiendo las reglas por la que se rigen las faltas en mi empleo, sí. Pero el punto es, mi estimado lector: ¿tenemos servicios de salud de calidad en nuestro país?  Recientemente, una persona quien tengo en alta estima —y que, por cierto, no es de este país— tuvo que ir al seguro de emergencia, y su experiencia no fue tan mala. Si bien vimos la cotidianidad de un hospital: gente en un estado vulnerable esperando atención médica desde las 6 de la mañana. Ser médico no es fácil, y analizar su situación excede las intenciones de esta columna; más bien quiero hacerles reflexionar qué tanto valoramos nuestra salud, y qué tan buena es la atención médica disponible para el grueso de la población. ¿Contamos con un sistema decente de salud? Algo digno de considerarse si tomamos en cuenta que ya estamos en la época en que proliferan las enfermedades infeccionas, y ¡ah!, en temporada electoral.

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