De algún modo los viajes largos en tren hacia lugares desconocidos, me ponen en modo de poeta en cuerpo de rockstar. Y así, entre el “Run” de Air que sonaba a todo volumen una y otra vez en mi reproductor; la guapísima chica sentada del otro lado que llevaba una camiseta de Kiss y leía un libro de Cortázar, y con la que me imaginé un par de historias de amor; tres japoneses dormilones; el policía que daba vueltas por los pasillos y que me obligaba a pensar en la teoría de la relatividad; el paisaje oscuro en donde sólo brillaban las lucecitas de los pueblos que pasábamos y que me hacían pensar en toda la gente que no conozco y me llevaba a inventarme historias relámpago sobre sus vidas: “Allí, en esa casita que deja salir una luz amarillenta viven dos viejos que ahora están comiendo una sopa de (…). En esa otra vive un señor que siempre llega tarde a sus citas porque (…). Y en esa vive una familia con dos perros que (…)”. La velocidad del tren no me da tiempo para conocerlos mejor.
Así, en este ambiente, sin más, comencé a pensar en ¿qué demonios hago a las 3:46 de la mañana en un tren con rumbo a Lisboa en donde además, no conozco a nadie, no hablo portugués y nadie me espera allí? ¿Qué demonios me llevó a estar aquí y renunciar a otras tantas cosas que un tipo medianamente racional tomaría sin pensar? Pero también me llevó a preguntarme ¿por qué muchas veces no renuncio? ¿Por qué mato la locura en pos de “un futuro mejor”? ¿Por qué ahogo algunos deseos en elucubraciones racionales que además son aburridísimas?
Recordé el “para que encuentres a tu Odradek”, que una bellísima mujer, kafkiana, por supuesto, me dedicó en la primer página de un libro que me regaló el día de mi cumpleaños.
ODRADEK: “Inquilinos negros (…) que en algún momento comenzaron a volverse exigentes y adoptaron variadas formas, alguna de ellas humanas. Son fantasmas, presencias oscuras que persiguen y aterrorizan, son seres no nacidos de madres, cuyo pensamiento y forma de actuar está construido por retazos sin ninguna selección. Cuando pasan por mi espíritu, me siento más inclinado que nunca a creer que los sueños tienen su propia morada; pienso que habitan o se esconden en oscuras verdades que, cuando estoy despierto, permanecen latentes en mi alma, como impresiones muy vivas de cuentos en colores”.
Ahora, mientras pienso en una oración para dedicarle a mi Odradek, quiero hacerle una petición, lanzar un deseo del que tal vez me arrepienta pero por ese motivo lo hago. Quiero pedir a la fuerza que engendra a los Odradeks, que me amarre a uno para siempre, quiero que mi Odradek sea poderoso, que no se rinda, que me patee el trasero, que me persiga, me vuelva loco, me atormente, me empuje a renunciar y a morir de frío como un Odradek lo hizo con Hermann Kronberg.
”Nunca deseé reunirme con ellos en Viena, pero la maléfica influencia de mi odradek no sólo me condujo a esa ciudad, sino que más tarde me empujó hasta Praga, de donde salí camino a Cachemira, donde ahora vivo muerto de frío y miedo, poseído por un demonio interior que por lo que puedo ver, es viajero”.
Quiero que mi Odradek sea eso que no soy, o mejor dicho, eso que no me permito ser. Quiero que lo sea sin reservas, que explote, que inunde, que destruya y luego construya para volver a destruir. Quiero que coma comida extraña aunque al otro día muera de dolor de estómago, que crea en fantasmas, duendes, aluxes, chaneques, etc. Quiero que llore en público hasta que las lágrimas desaparezcan por sí mismas, también que ría tan fuerte que moleste a los demás, que escriba cartas de amor y de odio, y las envié a las personas equivocadas. Quiero que sea un bailarín incansable, que todo lo baile mal pero que no deje de hacerlo, que busque ovnis entre las nubes y se emocione al ver luces en el cielo, y se disfrace de cosas ridículas. Quiero que practique varias religiones y que todas sean contrarias entre sí, que tome mezcal y haga concursos de eructos. Quiero que nunca esté seguro de nada, que siempre dude, que camine para atrás con un espejo en la mano que le sirva de retrovisor. Quiero que congregue a mucha gente para contarles falsas historias de viajes, peleas y tesoros, que destruya las fuentes de deseos y corte los tendederos. Quiero que se enamore y lo declare a la menor provocación, pero también que sufra de desamor y se rompa en mil pedazos, que hable y hable y hable y no pare jamás. Quiero que se exilie, que nunca esté satisfecho, que se pierda y no encuentre la salida hasta que se dé cuenta de que ya estaba afuera, o tal vez no, con él nunca se sabe. Quiero que siempre este ebrio (como el poema de Baudelaire), que invente curas para cosas inútiles, que se burlé de los que posan y también de los que no posan, que lea al revés, que aprenda todo y que nada recuerde, que aprenda idiomas que sólo pueda hablar él, que camine en zancos y vista con falda, que tome cerveza, que se meta en conversaciones ajenas y cuente malos chistes que después tenga que explicar. Quiero que con un espejo intente deslumbrar a los pilotos de los aviones para que se pierdan o se estrellen, que por las noches pida que se lo lleven los extraterrestres, que se inicie en ritos de brujería, que engañe, que nunca use bloqueador solar, ni repelente contra bichos, que conspire, que renuncie, que traicioné, que se haga pasar por alguien que no es, que no le de miedo estar loco, que siempre se mantenga liviano y portátil, que mande todo al carajo y se suba a un tren con rumbo desconocido a las 3:46 de la mañana sin saber a dónde llegará, qué hará o qué comerá, pero que lo haga con fuerza, y por favor, que me arrastre, que me obligue, que me arranque, que me secuestre y que me lleve con ÉL en contra de mi voluntad, siempre en contra de mi voluntad.