La mayoría de la gente está familiarizada con el cómic, o al menos a su autor, Art Spiegelman, por su aparición en los Simpson. Otros, habrán escuchado el nombre de la historieta —o novela gráfica, como quieran decirle— pronunciarse junto a otros grandes nombres como “Persépolis” de Marjane Satrapi, “Ghost World” de Daniel Clowes, o “Watchmen” de Alan Moore. Maus está inscrita en ese momento de la historia de los cómics, en que ya existía una escena underground que desesperadamente buscaba romper con la imagen infantil que tenían los comics, y que ya elaboraba obras complejas, por lo que ya le urgía un nombre que la distinguiera: novela gráfica.
Ahora, a más de 20 años de su primera aparición, muchos pueden ver Maus en cualquier librería. En la portada, dos ratones poco discernibles uno del otro; y detrás de ellos, bien distinguibles, la chocante esvástica y el rostro inconfundible de un Hitler gato. Sin embargo, pese a lo que sugiere la cubierta, la trama va mucho más lejos, pues se trata de un retrato íntimo del autor, y de la relación que éste tiene con su obra.
Los padres de Spiegelman, Vladek y Anja, son supervivientes de los campos de exterminio nazi. En búsqueda de material para un nuevo libro, Spiegelman decidió entrevistar a su padre sobre sus experiencias en la guerra, y a partir de esas experiencias es que el cómic se construye. En su versión completa, es decir, su recopilación, el cómic está dividido en dos partes principales “Mi padre sangra historia” y “Aquí es donde comienzan mis problemas”, a su vez divididos en capítulos que comienzan en el presente, donde las viñetas muestran a Spiegelman y a su padre conversando, y desde ahí, la memoria del padre nos lleva a los sucesos de su vida, antes, durante y después de la guerra. A modo de fábula, los judíos están dibujados como ratones, los nazis como gatos, los polacos como cerdos, los franceses como ranas —considérese que franchute sería algo así como frog en inglés— y los estadounidenses como perros. Esta representación permite a su autor una flexibilidad que le sirve para expresar cosas que la palabra o una representación humana no hubieran podido, pues cuando los personajes quieren pasar desapercibidos, pretendiendo ser polacos, usan máscaras de otro animal.
Ahora bien, antes comentaba que el relato va más allá. En los fragmentos reales, situados en los 70 y 80, vemos la relación accidentada que existe entre Spiegelman padre e hijo, y la constante búsqueda por la madre que ya no está ahí. Vemos el conflicto del padre con su propio pasado y cómo trata de reconstruir su presente. Vemos también, hacia el final de la primera parte y al principio de la segunda, cómo el autor ahora debe lidiar con su propia obra, pues la fama lo acecha, y con las dudas y la culpa que plantea hacerse exitoso con una historia del holocausto que, además, no es la propia. Y encima de todo, narrar el proceso por el que su padre se convierte lentamente en un recuerdo.
¿Qué podría agregar de “Maus” que no se haya escrito ya? Debe notarse que la historieta se publicó por primera vez en 1987, pero su influencia continúa casi treinta años después. Como lector de este trabajo, debo decir que este va más allá de la portada, es decir, la parte complicada de leerlo no es enfrentarse a los horrores de la guerra y de los campos de concentración — ambos fielmente retratados—. No. Lo que más reta al lector en este comic es la forma descarnada en que Spiegleman retrata sus conflictos personales, con su familia y con el pasado. Pues vale la pena preguntar, ¿acaso nos atrevemos a juzgar a nuestros padres? Spiegelman se atrevió a retratar al suyo. Y al final, lo que quedan son recuerdos: las fotos del clan Spiegelman —redibujados todos como ratones—, exterminado durante la guerra, y las grabaciones de las entrevistas entre padre e hijo —también reproducidas en el cómic—, y la historieta de un hombre versión ratón, y su hijo dibujante con máscara de ratón. Si las máscaras son todo cuanto exponemos al exterior, leer Maus es traspasar la máscara. A eso se enfrenta el lector.