Un tatuaje, una muerte y una despedida…

Más literatura para tus sentidos.

Casi son las doce de la tarde y el autobús en el que viajo aún conserva el aroma de una loción barata, me imagino al tipo, aunque la flojera me impide seguir construyéndole el rostro, seguramente no sería mi amigo. Estoy sentado en la última fila del lado de la derecha; la rodilla aún me molesta, estiro la pierna para liberar un poco la tensión; mi mochila ocupa el asiento contiguo. El autobús se detiene justo al lado del metro General Anaya, eso me motiva para sacar un libro con el que tengo una afrenta personal, ya quiero acabar con él, ya no quiero cargar más ese libro que me regaló una bella chica, bueno, era bella justo antes de que mostrara los colmillos, los cuernos y la cola.

En verdad el camino se me ha hecho largo, la cabeza me duele un poco, fue mi culpa. Me dejé llevar por el “ésta bebida no ocasiona cruda” que algún borracho lanzó justo cuando yo iba pasando. Ya quiero llegar para comer algo. En la ventana que tengo al lado se puede leer “Amigos, escribo esto desde el Triángulo de las Berm…”, no puedo evitar reír y al mismo tiempo sentirme mal al pensar cuál de mis amigos envió ese mensaje.

 

El autobús vuelve a detenerse en metro Ermita. Hay algo de alboroto en la parte de enfrente, así que decido investigar un poco. De pronto sube una mujer hermosa, podría llamarse María, Sasha o Adriana, al final, eso no importa, no. Lo verdaderamente importante es el café, ese que el doctor me prohibió porque me altera, porque me impide dormir; lo más importante en esa mujer era el café de sus ojos.

Bajo un poco la mirada, sí, lascivamente hacia sus senos. Un embrujo me pega de frente, sin guardia, me traspasa; veo que paga con dos monedas, lleva dos pulseras de cuentas –rojas con negro y verde con amarillo-, siento su mirada, de acuerdo, tal vez exagero, pero no lo soporto y decido no participar en esa guerra, no por ahora, así que volteo y encuentro otra frase escrita en la ventana “Si es posible, no es amor”, y agradezco a mi amigo perdido en el Triángulo de las Bermudas por esas palabras.

 

La chica se sienta una fila delante de la mía, pero del lado izquierdo. Por Dios, está llena de tatuajes, la amaré por el resto de mi vida durante los 15 o 20 minutos que dure mi viaje. Pasando Villa de Cortés comienzo a analizar los tatuajes de su pierna derecha que se dejan ver debajo de la minifalda y por arriba del huarache, y que están en una fiesta marítima convocada por la reina de los siete mares, y a la que asisten sirenas, peces con cara de gato, un pulpo, un axolote y medusas. Su cabello negro lacio y su tez blanca la hacen resaltar en toda la escena. Saca un pequeño espejo y su mirada choca con la mía que nuevamente no está dispuesta a entrar en guerra, así que volteo la mirada hacia la ventana.

Sin duda sabe que la observo. Ahora saca su teléfono y contesta algunos mensajes; luego envía un mensaje de voz y escucho que comería cualquier cosa que no tuviera cebolla porque la odia, y me imagino preparándole cientos de platillos sin cebolla, y platicando sobre la manera en que eliminaríamos las malditas cebollas de este mundo. Guarda el teléfono y veo que saca un libro de Ray Loriga. Intento ver el título pero es imposible, pero sí alcanzo a ver es una especie de nota con números que utiliza como separador.

Casi llegamos a metro Viaducto; cierra el libro y se levanta. Pienso en hablarle, en tomarla de la mano y decirle que ya leí algo de Loriga, que me encantan los tatuajes, que odio con todo mi corazón a las cebollas y que la amo, pero decido callar e irme enamorado a mi casa con su recuerdo, al final “si es posible, no es amor”. Camina hacia la puerta delantera del autobús y le dice al chofer que pare en Santa Anita. Se siente un violento frenado junto a un eterno pero momentáneo estruendo. Mi cuerpo choca violentamente con el respaldo del asiento de enfrente. Nunca había sentido una presión acompañada de un dolor tan grande, estoy roto pero observo como ella, ya en el piso, se resbala hasta que su cabeza se encuentra de frente con el parabrisas del autobús y se evapora. Si me vas a dejar así, al menos llévame contigo.

 

La vida, la cabrona vida, patea duro y sabe en donde pegar.
Yo tirado, roto y casi inconsciente, lucho con todas las fuerzas que me quedan para despedirme.
María, Sasha, Adriana. Adiós. Te amé hasta tu muerte.

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